Permítanme
un tópico, y empecemos por el final. Imaginemos a Franz Kafka en el sanatorio
de Kierling, gravemente enfermo, pensativo. Le queda poco tiempo de vida, pero
eso, evidentemente, no lo sabe, aunque debe sospecharlo. La tuberculosis le
afecta a la garganta y le resulta difícil comer y beber. Ya no habla, utiliza hojas
de papel para comunicarse con las dos personas que lo acompañan: su pareja Dora
Diamant y su amigo Robert Klopstock. En estas circunstancias, Kafka se ve
obligado a revisar las pruebas del cuento Un artista del hambre, ya que la
editorial berlinesa Die Schmiede tiene la intención publicarlo junto a otros de
sus textos. Según nos relata Klopstock, cuando Kafka termina las correcciones
tiene el rostro bañando en lágrimas.
El
texto al que nos referimos había sido escrito en 1922, el año de su conocida
novela El castillo. En él nos cuenta
la historia de un ayunador, un profesional del hambre, que es observado por el
público a través de las rejas de una jaula. También lo custodian tres vigilantes,
normalmente carniceros, encargados de evitar que rompa el ayuno. Esta
vigilancia a la que está sometido el ayunador lo atormenta por creerla injusta
hacia su arte. Sabiendo que está bajo sospecha, se afana por cantar durante la
noche, cuando los vigilantes le prestan menos atención. Todo es inútil, ya que
nadie admira su ayuno, sino su supuesta habilidad para cantar y comer al mismo
tiempo.
Como
si de una vanguardia artística se tratase, el momento del ayunador está
llegando a su fin, y la ruptura entre él y su público será cada vez más
evidente. Sin embargo, se mantendrá fiel a su vocación, a pesar de este
distanciamiento. Por otra parte, resulta interesante un hecho, y es que el
ayunador reúne en sí mismo tres aspectos diferentes: es artista, obra y
espectador al mismo tiempo. “Nadie”, dice el texto “podría saber por propia
experiencia si realmente había ayunado de un modo continuo y sin faltas; sólo
el ayunador profesional podía saberlo, sólo él, por tanto, era al mismo tiempo
el espectador más satisfecho de su ayuno”.
La
actividad del artista del hambre estaba marcada, en principio, por el
empresario, quien establecía el tiempo máximo de ayuno: 40 días. A lo largo de
todo el cuento, aparecen referencias que nos hacen pensar en una sacralización
del arte, como los 40 días que pasó Jesucristo en el desierto, la consagración
de la vida a una vocación, el rechazo a todo lo material, etc. Invariablemente,
cuando el ayuno finaliza, el artista del hambre se lamenta al saber que podría
ir más allá. Tendrá la oportunidad de demostrarlo cuando lo contrate un gran
circo, pero ya será demasiado tarde. Su
jaula, colocada cerca de las cuadras, se convertirá prácticamente en un
estorbo. Nadie contará los días que dure su ayuno, ni si siquiera él mismo.
Será entonces, al final del cuento, cuando descubramos su pequeña trampa. A
pesar de necesitar la admiración del público, sabe que su ayuno no le supone un
sacrificio. “Me es forzoso ayunar”, confiesa a un inspector, “no puedo evitarlo
(…) porque no pude encontrar una comida que me gustara. Si la hubiera
encontrado, puedes creerlo, no habría hecho ningún cumplido y me habría hartado
como tú y como todos”. Éstas serán las últimas palabras del ayunador, quien
enterrado junto con la paja, será sustituido por una pantera, contrastando así
su muerte con la vida y la fascinación que desprende el animal.
Kafka
habría podido elegir cualquier actividad para indagar en la caducidad del arte,
pero se decantó por una imagen concreta, un hombre encerrado en una jaula. Entre
sus aforismos, hay uno que nos remite a esta idea, y es el siguiente: “una jaula
salió en busca de un pájaro”. El aislamiento, la cárcel y la jaula son imágenes
que rondaban siempre su mente, pues de alguna manera se sentía atrapado. Sin
embargo, su prisión no era tal, sino una jaula con rejas alejadas entre sí. A
través de ellas podía participar del mundo, e incluso escapar, pero algo más
fuerte que él se lo impedía. De igual forma que Kafka, el artista del hambre no
está aislado por los barrotes, sino por una cuestión más profunda, es decir,
por la incomprensión mutua existente entre él y la vida.
Entre
las leyendas que rodean la figura de Kafka hay una muy extendida, y es la que
afirma que pretendía destruir su obra. Realmente esto no fue así, o por lo menos,
no del todo. La imagen de Kafka debilitado por la enfermedad, corrigiendo un
texto porque va a ser publicado, bastaría para cuestionar este aspecto. Sin
embargo, es algo que también se refleja en sus escritos. Milan Kundera, en Los testamentos traicionados, recoge el
siguiente fragmento de una carta encontrada por Max Brod en 1924, después de la
muerte de su amigo:
“De
todo lo que he escrito, son válidos únicamente los libros: La condena, El fogonero, La metamorfosis, La colonia penitenciaria, Un
médico rural y un cuento: Un campeón
del ayuno. Los pocos ejemplares de Contemplación
pueden quedar, no quiero dar a nadie la molestia de destruirlos, pero no
deben ser reimpresos”.
Lo
que Kafka pretendía en realidad, era que destruyeran sus textos íntimos (es
decir, las cartas y los diarios) y los cuentos y novelas que según su forma de
ver, no había conseguido llevar a cabo. Para bien o para mal, debemos a Max
Brod que esto no fuera así, y en parte, la idea que tenemos hoy de Kafka no es
otra que la que él nos ha transmitido, y no la que el escritor esperaba. Por
eso creo que es conveniente separar, aunque sea mentalmente, las obras de las
que Kafka estaba satisfecho de las que no. En esta sentido, podemos leer Un artista del hambre con la
tranquilidad de saber que fue uno de los pocos textos con los que él se
idéntico plenamente.
Belén Lorenzo
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