Nuestros amigos del Club de Lectura continúan su incesante actividad en torno al mundo de los libros. El pasado mes se reunieron en torno al relato La dama del perrito de Anton Chéjov. Reproducimos la presentación previa realizada por uno de sus miembros: Yose Fernández.
O dicho de otro modo, cuando las acciones más familiares revelan las grandes verdades de la vida. Esas que no han dejado de importarnos literariamente: el amor, la pasión, la subversión, porque, qué es si no la alta literatura: la ficción al servicio del conocimiento humano, pero sin exageraciones ampulosas ni excentricidades modernistas, más bien desde la mesura, el equilibrio, cada cosa como si fuera única y a la vez repetida, esquiva y al mismo tiempo necesaria.
Pero pronto, al intentar cualquier acercamiento a la figura de Chéjov, mi andar inseguro se encuentra con una extraña contradicción: aquella que me obliga a considerar que un prólogo no es la mejor manera de comenzar esta presentación. Por ello, sólo puedo remitirme a lo propio, a cierto valor subjetivo que un conocimiento sesgado de la lectura de Chéjov puede proporcionar.
Sin llegar a conocer demasiados aspectos biográficos del autor, puedo imaginarlo paseando tranquilo, aunque achacoso de tuberculosis por las avenidas de Yalta o Niza. Y desdiciéndose a cada paso que la medicina (era médico de profesión) poco o nada puede contra lo cotidiano de la vida. Trasunto que le llevó a compaginar ambas disciplinas y como él mismo afirmó: “La medicina es mi esposa legal; la literatura, sólo mi amante”.
Pues bien, “mi” Chéjov, no sólo es ese escritor que debe ser referenciado por su incuestionable importancia en el panorama de la narrativa corta, que lo es, como lo atestigua su influencia en autores de primer nivel del género como Carver, Ford, Hemingway, Cheever, Anderson, etc., sino también por esa sutil presencia del fluir de lo poco aparente que trasmite cada uno de sus relatos. No sólo en el relato que nos ocupa, “La dama del perrito”, sino por ejemplo en “Fracaso”, “La nueva dacha” o “Por asuntos del servicio”. Un escritor que a primera vista parece que cuenta historias corrientes, pero que en realidad de entre las líneas intrascendentes asoma lo verdaderamente trascendente. Más cuando todo intento de descubrir el secreto de su éxito en un final conclusivo y revelador no es el medio más adecuado para extraer su mejor jugo, como asegura el escritor norteamericano Richard Ford.
Pero tampoco se crean que existe un estilo chéjoviano, como tampoco había uno carveriano, cada relato tiene sus virtudes y sus jirones, sus aciertos y sus errores, casi como la vida misma. Decir, a este respecto, que Chéjov no estaba obsesionado en producir la obra maestra, más bien, sabía que apuntando con sinceridad la verdad se revelaría por sí sola. Porque su pretensión nunca fue sorprender continuamente ni transgredir las normas literarias, sino que gracias a su astuta observación ser consciente de que la vida no es inconmensurable: quién de nosotros no se ha enamorado, separado, enemistado, llorado, deseado, besado, fracasado, de igual manera en nuestra diferencia. Atisbamos, tal vez, cierto Chéjov humanista, aquel que hace juicios triviales, el que ríe, el que acepta la muerte sin dramatismo, el que es irónico, y el que derrama una lágrima por un amanecer nublado… Es normal que, considerado desde este punto de vista, todas las vicisitudes convocadas parezcan contemporáneas a nuestro tiempo; es fácilmente comprensible entender lo poco que importa que La dama del perrito fuera publicado por primera vez en 1899 bajo el título de Relato. Chéjov llegó para quedarse, sin hacer ruido como las cosas que se degustan con calma y siempre vuelven renovadas.
Puedo decir, en consecuencia, que el gran secreto revelado en sus historias no se encuentra tanto en lo que cuenta, sino en lo que deja de contar, pero sobre todo, en cómo lo cuenta. Datos de la existencia que pasan casi sin importancia, y que con la desacostumbrada virtud de desviar la vista cuando todo el mundo la concentraría en los efluvios del morreo, se regodearía en el revolcón, él pasa de puntillas y deja que la historia discurra por lo cotidiano, pero una cotidianidad que no es la de la simple objetivación, sino la de la auténtica razón de vivir, una razón por delante de la razón. Lo que nos sugiere la existencia de cierto enigma inescrutable tras lo cotidiano que proporciona la experiencia diaria, y que llegado el caso debe ser develado. Al mismo tiempo que su narración se vuelve frágilmente humana porque la vida no es otra cosa que la que conocemos, y que repetida debe ser aceptada para seguir adelante… Tal es el final de “mi” relato.
No obstante, a modo de destellada, no existe una única verdad como tampoco existe una mentira que con el tiempo no se convierta en verdad. Charles Bukowski reseñándose a sí mismo y rompiendo el encanto, fue capaz de soltar que quedó muy decepcionado con Chéjov, Shaw, Ibsen, Gógol, Tolstoi, Balzac, Shakespeare, Pound, porque todos ellos daban la impresión de anteponer la forma literaria a la realidad y el vivir a la vida en sí. Es decir, les reprochaba que cada uno de ellos sólo mostrara el reconocimiento hacia una vida que era funesta pero que siempre podía mejorar si eran capaces de contarla a su manera. Y puede que tuviera razón, o tal vez no… Lo que está claro es que Chéjov es “moderno” en su narrar casero y cercano. Su ojo, certero en la elección de los personajes, le permite presentarlos haciendo gala de una sencilla entereza y normalidad en la aceptación de la vida. Éstos no se sienten existencialmente nauseabundos, extrañados, aunque tampoco cabe el determinismo absoluto en sus vidas. Aquí, sobre todo, hay corroboración en las certezas, por muy ingratas que éstas sean: todos tenemos una única vida, la misma. Por tanto, su modernidad estriba en que todo nos parece familiar, vivido en extremo innumerables veces, al resaltar aquellos aspectos de la vida sin el menor heroísmo, sin ser artificial, haciendo de la normalidad el sendero de lo excepcional…
No hay comentarios:
Publicar un comentario