viernes, 10 de febrero de 2012

Club de lectura

Recogemos el análisis que nuestros amigos del Club de Lectura han hecho del cuento Los asesinos de Ernest Hemingway. En su próxima sesión, fijada para el próximo miércoles, se centrarán en torno al clásico La dama del perrito, de nuestro querido Anton Chéjov. Recordamos que las sesiones del Club son abiertas a cualquiera que quiera participar.


¿Qué sabemos de… Los asesinos, de Ernest Hemingway?

Los precedentes: La primera literatura norteamericana
La primera literatura que puede ser considerada inequívocamente norteamericana, surgió a mediados de la década de 1830 en la ciudad de Boston. Antes, los primeros pobladores del norte del nuevo continente, los peregrinos, puritanos de espíritu, no veían con buenos ojos otra literatura que no fuera la Biblia; y cuando leían ficciones, eran ficciones europeas, de las que dependieron hasta mucho más allá de su independencia política del viejo continente.
Gran parte de la literatura norteamericana, y del carácter norteamericano en general, viene marcada por el espíritu de los primeros pobladores: gentes de origen humilde y profundamente religiosa, que partiendo de la nada crearon una nueva civilización, ganando terreno a una naturaleza grandiosa y salvaje. Así nació el ideal de conquista: el nuevo lugar visto como una nueva Tierra Prometida, la tierra de las oportunidades, un proceso civilizador que camina siempre hacia el Oste, siguiendo el curso del sol, luchando el hombre a brazo partido contra la naturaleza salvaje, a la que doma gracias a su dominio de la tecnología y por estar predestinado a ello. Y, también, la lucha del hombre contra la parte no civilizada de sí mismo, con las armas de su razón y su pragmatismo, ese “hacerse a sí mismo” y el enriquecimiento económico partiendo de la nada, tan propios de la cultura norteamericana.
Los primeros escritores norteamericanos vivían en Boston, y escribieron siguiendo el ejemplo de sus homónimos europeos; en concreto, de los idealistas alemanes y escritores románticos. Emerson, Whittmann, Thoreau y Melville fueron sus figuras más destacadas. Llamados “trascendentalistas”, tienen en común una escritura profundamente religiosa, y de culto a la naturaleza, que en sus escritos tiene similitudes con el Dios de Antiguo Testamento. A estos se opusieron esos otros escritores afincados mayoritariamente en Nueva York, inspirados más bien en la novela gótica, que escriben oscuras historias en paisajes urbanos, como Edgar Allan Poe. Finalmente, hay quien, como Hemingway, consideran a Mark Twain el primer escritor genuinamente norteamericano. Liberado de la herencia europea, Twain habría creado un nuevo estilo, más cercano a la narración oral: directo, rápido, lacónico, preciso, poco retórico, en todo parecido al artículo periodístico.
Ernest Hemingway, como todo escritor que pueda ser llamado clásico, recogió la herencia de sus predecesores para llevar la literatura por nuevos caminos. El tema de sus obras recoge la tradición de la conquista, de la lucha contra un adversario al que se admira. El adversario puede ser el pez que se pesca, el animal que se caza, el enemigo en la batalla o un toro en la lidia; pero en todos los casos es un adversario digno, que destaca por su valor, un compañero de lucha que pone a prueba el mérito del protagonista. Y, por encima de todo, está el valor del enfrentamiento mismo, que alcanza en este autor unas dimensiones míticas.

La generación perdida
Hemingway perteneció a lo que su amiga la novelista Gertrude Stein llamó, como él mismo explica en París era una fiesta, la Generación Perdida, junto con F. S. Fitzgerald, Ezra Pound, Sherwood Anderson y John Dos Passos; un grupo de escritores norteamericanos expatriados mayormente en París después de la Primera Guerra Mundial, desilusionados de la guerra y del mundo frívolo y sin sentido que surgió después. Fue una generación desorientada, en busca de nuevos valores.
Estilísticamente, crearon la que se ha dado en llamar escritura minimalista, que se opuso a la escritura minuciosa, detallista, pormenorizada a la que habían llevado los excesos del realismo. Los primeros escritores que practicaron el minimalismo fueron en su mayoría periodistas, como lo había sido Mark Twain. Acostumbrados a plasmar la realidad de la forma concisa que requiere un artículo periodístico, se dieron cuenta que el detalle abundante con que la novela realista describe la realidad, contrariamente a lo que se pretende, no resulta natural, en absoluto. Probablemente porque no tiene en cuenta lo que no se puede escribir: el vacío, el silencio entre las palabras, lo que no se dice pero tiene casi tanto peso como la palabra escrita.
Como Chejov, al que admiraban, los de la generación perdida escribieron con un estilo claro, directo, objetivo y sencillo, evitando las digresiones y los clichés, alcanzando así una gran fuerza expresiva, una intensa emotividad; empezando sin preámbulos, in media res, colocando al lector directamente en situación, exponiéndole los hechos con un lenguaje cuidadosamente elegido para que parezca natural, y con abundancia de diálogos ágiles y transparentes; como si el lector llegara en mitad de una conversación, cuyo contenido se va aclarando a medida que transcurre la historia, que en muchas ocasiones acaba como empezó, como si, simplemente, el lector se apartara y dejara que esta siguiera su curso sin él.

Los asesinos: un peculiar cuento policiaco
Hay quien dice que el policiaco es el género literario por antonomasia, porque busca como ningún otro emocionarnos con la lectura. Mas en concreto, las emociones que provoca son el suspense y la angustia.Cuando hablamos del maestro del suspense, todos pensamos en Hichkock. Pero antes que él, era Hemingway. Veamos, si no, como consigue crear este efecto en el cuento que hemos leído en nuestra tertulia.
Pero antes que nada debemos preguntarnos qué es el suspense. El suspense es probablemente el recurso literario más utilizado, y consiste en la emoción que acompaña a la suspensión, a la interrupción de la secuencia de sucesos. Cuando sucede algo, sentimos la imperiosa curiosidad de saber qué pasará luego; y cuando no se nos da la información inmediatamente, nuestra curiosidad aumenta en proporción al tiempo que pasa hasta que tenemos la respuesta.
En Los asesinos, la formulación explícita del enigma que mueve el relato no llega hasta mediado el cuento: “Te lo diré”, dice Max, uno de los asesinos, “vamos a matar a un sueco”. Hasta ese punto se ha demorado la cuestión. Pero luego aún queda por saber por qué: “¿Por qué van a matar a Ole Andreson? ¿Qué les ha hecho?”, pregunta George, el encargado el bar a donde han ido a parar los asesinos. La respuesta es muy parca: “lo hacemos por un amigo”, por lo que la tensión se renueva, el pulso entre el lector que quiere saber y el escritor que se resiste a contar. Y mientras tanto se multiplican los motivos de inquietud: “—Muy bien —dijo George—. ¿Y que hará luego con nosotros? —Eso dependerá —dijo Max—. Es una de esas cosas que nunca sabes hasta que llega el momento—. George levantó la mirada hacia el reloj. Eran las seis y cuarto”, un poco pasada la hora en que suele el sueco llegar al bar. ¿Vendrá hoy?
Finalmente, el sueco no llega y los asesinos se van. Pero no acaba ahí el suspense: Con uno de los parroquianos del bar, Nick Adams, vamos en busca del sueco, para advertirle. ¿Llegaremos a tiempo? ¿Servirá para algo? ¿Le pasará algo al mensajero, esto es a nosotros, por meternos en donde no nos llaman? “Es mejor que no te mestas en esto”, advierte Sam, el cocinero. “Es mejor que te mantengas al margen”. Pero, ¿quién sería capaz de hacerlo, y quedarse sin saber qué pasará? “Iré a verlo”, le dice Nick a George; y nosotros, lectores del cuento, suspiramos aliviados. Pero por poco tiempo.
Contra todo pronóstico, la víctima, advertida de que vienen a matarle, no se apresta a huir; ni siquiera va a enfrentarse a sus asesinos: “— No puedo hacer nada al respecto —dijo Ole Andreson. — Le diré cómo eran. — No quiero saber cómo eran —dijo Ole Andreson. Miraba a la pared—. Gracias por venir a contármelo”. El otro personaje, tan incrédulo como nosotros, insiste: “— ¿No quiere que vaya a avisar a la policía? — No —dijo Ole Andreson—. Eso no serviría de nada. — ¿Hay algo que pueda hacer? — No. No se puede hacer nada. — A lo mejor era un farol. — No. No era un farol”. El escritor, por boca de Nick, el salvador, agota por nosotros todo consuelo posible. Y, ante el asesinato inevitable, aún carga las tintas: la inmoralidad del suceso (el asesinato a sangre fría, sin escapatoria posible) lo es más aún por la bondad de la víctima. “Es un hombre agradabilísimo”, dice la patrona de la pensión. Y aún más: “Es tan amable”.
Nick Adams vuelve al bar, a contarle a George que no hay nada que hacer. Y el cuento acaba con una recomendación de George: “mejor que no pienses en ello”, muy parecida al consejo antes nos había dado el cocinero, de no meternos, que nos deja con un sabor agridulce en la boca, y que da una dimensión trágica al cuento. No es una inmoralidad, un cobarde no querer inmiscuirse; simplemente, no se puede eludir el destino. Antes de Hemingway, los dramaturgos griegos ya hablaron de eso. Y, más próximos en el tiempo, autores modernos como Conrad (“¡El horror! ¡El horror!) y Kafka, hablaron también de la incapacidad del hombre para dirigir su vida. Hemingway, el descendiente de aquellos peregrinos que fundaron el estilo de vida americano, viene a concluir que el proyecto de sus ancestros no resulta posible.

En conclusión
Hemingway recoge el testigo de sus predecesores, la grandeza mítica de unos, como Melville, la oscuridad de otros, como E. A. Poe, el laconismo de Chejov y Mark Twain, para crear su propio estilo: un estilo que consiste en reducir a un mínimo la expresión para incrementar proporcionalmente la expresividad, y poder así explorar mejor lo más recóndito del alma humana.

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