miércoles, 7 de marzo de 2012

Más del Club de Lectura

La próxima reunión del Club de Lectura será el miércoles 14 de marzo a las 19:30 h. en torno al magnífico relato Los muertos de James Joyce, con presentación de Jorge Plaja Rustein. Como recomendación previa nos recomiendan ver la magnífica película Dublineses de John Huston, basada en el cuento de Joyce, para analizar la relación del lenguaje literario y el lenguaje cinematográfico. A continuación, el análisis de la sesión anterior del Club de Lectura:

¿Qué sabemos de…
La dama del perrito, de A. P. Chéjov?

Chejov y Tolstoi en Yalta
CHÉJOV A. P. escribió La dama del perrito en 1899, en parte como una versión personal de Anna Karénnina (1877), como esta lo era de Madame Bobary (1856). En este duelo literario, Chéjov suma al realismo de uno y el naturalismo del otro, una mayor expresividad, para ofrecernos una imagen no detallada, como la fotografía, sino impresionista y expresiva. Empezando por la primera frase del cuento: Había corrido el rumor de que en el malecón había aparecido un personaje nuevo: una dama con un perrito. Como un cuadro impresionista, expresa mucho más de lo que dice, pero sin profundizar, todavía. “Rumor”, “personaje”, “malecón”, son palabras que sugieren un veraneo junto al mar, el ocioso perder el tiempo livianamente, entre gente que se conoce, y reconoce, sólo por la anécdota. La dama lleva por toda compañía un perrito, no un hombre; está sola. Y “si está aquí sin su marido y sin amigos”, pensamos con el protagonista, “no estaría mal trabar conocimiento con ella”; un conocimiento pecaminoso, por supuesto, como aquel fruto que hizo perder el Paraíso a los que comieron de él.

Pero no sólo la mirada del narrador es en primer lugar impresionista; también lo es la del personaje. Su expresión, sus andares, su vestido y su peinado le decían que (la dama) pertenecía a la buena sociedad, que estaba casada, que era la primera vez que iba a Yalta, que estaba sola y que se aburría. ¡Gran observador! Ni Sherock Holmes se habría atrevido a hacer tales suposiciones con tan pocas pistas. Pero no somos investigadores privados, sino, en esta ocasión, llevados por el narrador y su protagonista, lectores también nosotros impresionistas, que no sólo nos informamos sino también dejamos que nos conmuevan. Porque la descripción pormenorizada, “científica”, positivista, aporta información, qué duda cabe, pero también aburre, adormece las emociones; en cambio, unas pocas pinceladas bastan para permitirnos ver, y así la lectura resulta más ágil.

El impresionismo, como dice la palabra, nos muestra sólo la impresión, la primera visión, fugaz, poco precisa, teñida de subjetividad: Cuando Gúrov dejaba de interesarse por ellas, nos informa el autor, su belleza le inspiraba aborrecimiento; y, adjuntando una imagen para ilustrar esa información, los encajes de sus vestidos se le antojaban escamas. También esta otra imagen, la más conocida del cuento, más compleja y maravillosamente expresiva: Después de comer del fruto de la pasión, mientras la mujer sufre el primer mordisco de la culpa, Gúrov cortó una rodaja (de sandía) y empezó a comer sin prisa. ¡Imágenes que valen más que mil palabras! Las dos que hemos elegido se refieren a lo mismo, al desencanto del amante, y las dos lo expresan de forma impresionista, pero la segunda con menos pinceladas aún que la primera. Cuánto más nos dicen estas imágenes, sobre la fama del personaje, que la simple información objetiva.

La culpa y la superficialidad son dos de los grandes temas de la literatura rusa. Por un lado, el pecado que el escritor europeo de finales del siglo XIX no perdona: la banalidad; por el otro, el remedio que el escritor ruso de la época propone: el castigo, sufrir para expiar la culpa, y poder así volverse consciente. Y es aquí donde entramos en la temática expresionista del cuento. Soy una mujer ruin y miserable –dice la amante tras haber pecado- me desprecio y no pienso en ninguna justificación. No es a mi marido a quién he engañado, sino a mí misma (…) Mi marido acaso sea un hombre honrado y bueno, pero es un lacayo. “Lacayo” es el “hombre superfluo” (Turgéniev), prescindible, que con sus actos no justifica el precio de su existencia. Probablemente, la mayoría lo somos. Todo es bello en este mundo, salvo lo que nosotros mismos discurrimos y hacemos cuando olvidamos los fines supremos de la existencia y nuestra dignidad humana. Sólo es auténtico, real, quien se siente culpable de existir, por todo el tiempo gastado en fusilerías. (No hay que olvidar que cuando Chéjov escribió su obra, ya existía la de Kierkegaard, el que se considera padre del Existencialismo.)

Al separarse, la amante, cual heroína griega, no puede más que reconocer la fuerza del destino: Nos despedimos para siempre, así debe ser, ya que no debíamos encontrarnos nunca. Y sin embargo… Bueno, que Dios le guarde. Como heroína cristiana, que también lo es, reconoce que no deberían haberse encontrado, pero ya está hecho; bendice la relación, le bendice a él, carga sobre sus hombros la cruz de la culpa asumida voluntariamente, para salvarlo a él, para liberarle de las cadenas de la banalidad en que hasta entonces a vivido, sin saberlo. Él se había mostrado gentil y cordial, pero en cualquier caso, en su modo de comportarse con ella, en sus palabras y en sus caricias, se percibía la sombra de una broma ligera, la grosera presunción de un hombre satisfecho (…) Ella no había parado de decirle que era bueno, noble, extraordinario; no cabía duda de que no lo había visto tal como era en realidad, es decir, que sin quererlo él la había engañado… Y, más aún, justo antes del reencuentro, el amante sospecha que todo el mundo disimula bajo el velo del secreto, como bajo el de la noche, su verdadera vida (…). Toda existencia personal descansa en el secreto. El amor le permite descubrir al protagonista el doblez de los hombres. Una vez revelada esta verdad trascendente, vivir como hasta entonces ya no es posible; sólo queda por ver cómo empezar de nuevo. Le parecía que terminarían por encontrar la respuesta, y entonces daría comienzo una nueva vida, nueva y hermosa; pero ambos sabían muy bien que ese fin estaba aún lejos, y que lo más difícil no acababa más que empezar.

El estilo impresionista es particularmente adecuado para referirse a realidades comunes. ¿Por qué describir con detalle lo que todo el mundo ha visto? Basta con decirlo bien; que, aunque no lo parezca, no es poco. Un buen escritor se caracteriza por encontrar le mot juste, la mejor forma de decir, ese “yo no habría podido decirlo mejor”. O, como decía Chéjov, no tanto en escribir bien como en eliminar todo lo que está mal dicho (mal dito) (algo en lo que será todo un especialista ese discípulo lejano suyo que fue Hemingway). Veamos, como consigue expresar con justeza, por ejemplo, una típica fantasía de hombre: … le vinieron a la memoria todos esos relatos de conquistas fáciles y excursiones a las montañas, y el pensamiento tentador de una relación breve y pasajera, de un romance con una mujer desconocida, de la que no se sabe el nombre ni el apellido, se apoderó de pronto de él.

Pero hablar de lo conocido permite no sólo decir con justeza, sino también descubrir lo excepcional en lo corriente, el matiz extraordinario. Por ejemplo,… la extraña luminosidad del mar; el agua tenía una tonalidad lila, delicada y cálida, y la luna dibujaba sobre ella una banda dorada. Esta frase sencilla no sería tan hermosa si habláramos, por ejemplo, de un paisaje extraterrestre, en un cuento de ciencia ficción: “Extraña luminosidad, la de aquel líquido: tenía una tonalidad lila, delicada y cálida, y el asteroide dibujaba sobre él una banda dorada”; porque al haber visto, cualquiera de nosotros, tantas veces el mar y la luna, la descripción del escritor viene a sumarse a nuestra experiencia común sobre un paisaje tan familiar, como el trazo característico del pintor se añade a un fondo corriente. En el fondo, colores como el azul, verde, gris, plateado y negro del mar, que todos hemos visto más de una vez; encima, ese “lila” desconocido; por sobre el reflejo plateado de la luna, esa “banda dorada” inusual, más propia del sol.

Hablar de lo conocido por todos permite también ahondar en el sobreentendido, expresar sin palabras, entre líneas. En la casa de Moscú todo tenía ya un aspecto invernal… Despedida la amante, Gúrov abandona la cálida Yalta para volver al frío de su vida previa, la que tenía cuando no conocía aún el amor. Pero, ¿le resulta desagradable? No inmediatamente. Al principio, el olvido del amor es dulce, ya no se sienten deseos de pensar en las montañas ni el mar. Pero… pasó más de un mes, llegó lo más crudo del invierno y en su memoria el pasado seguía tan nítido como si se hubieran separado la víspera; porque con el amor es una química, al decir de los escritores románticos (en los que también bebe Chéjov), que transforma; desde que acontece ya nada resulta lo mismo. El presente es nuevo. Por la tarde, ella le miraba desde la estantería, desde un rincón de la habitación; oía su respiración, el delicado susurro de su vestido. En la calle, seguía a las mujeres con la vista, buscando alguna que se le pareciera… En cambio, el pasado, la vida previa, ahora resulta banal, superflua, un desperdicio. ¡Qué noches más intrascendentes, qué días más insípidos y anodinos! Frenéticas partidas de cartas, comilonas, borracheras, conversaciones interminables sobre los mismos temas. Actividades intrascendentes y charlas ociosas se llevaban la mayor parte del tiempo, lo mejor de las fuerzas y, al final, sólo quedaba una vida angosta y limitada, carente de interés, de la que no era posible huir ni escapar; era como estar encerrado en un manicomio o una cárcel. Ya no hay retorno posible: el desencanto de la vida pasada empuja al amante al reencuentro. En una novela al uso, una cualquiera de esas imitaciones de genialidades como la que estamos analizando, la vida se teñiría inmediatamente de rosa, ante la sola perspectiva del reencuentro. Pero no aquí. Como en los mitos y los cuentos tradicionales, el héroe que dejó escapar una vez su preciado tesoro, tiene ahora que superar una serie de pruebas para demostrar que lo merece. Se aloja en un hotel nada acogedor, la casa de ella le recibe con “una valla gris, larga, erizada de clavos”, que le hace exclamar: “cuando uno ve una valla como esa, le dan ganas de salir corriendo”. Incluso cuando ve al perrito, “dominado por la emoción, no pudo recordar su nombre”. Y aparecen las dudas: “pensaba con irritación que Anna Serguéievna le había olvidado”; los celos: “y quizá se divirtiera ya con otro”. Después de este primer reencuentro fallido, viene un segundo, en el teatro, como un laberinto (imagen de la turbación de los protagonistas): “los dos recorrieron sin orden ni concierto los pasillos y las escaleras, ya subiendo, ya bajando…”.

Para terminar, sólo añadir que la obra de arte es como un molde inmortal, piedra de toque en que se mide la grandeza de otras obras. Al leer el cuento, me ha venido a la memoria otra obra maestra: la película Estación termini, de Vittorio de Sica; en contraste con esa otra película, esta menor, una versión más literal del cuento: Ojos negros, que, en mi humilde opinión, sólo se salva por la genialidad de su protagonista: el inolvidable, inigualable, Marcelo.

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