viernes, 13 de abril de 2012

Club de Lectura

En nuestra última tertulia quisimos comparar el lenguaje literario con el lenguaje cinematográfico. Para ello, elegimos un cuento de Joyce, Los muertos, y la versión cinematográfica de John Huston: Dublineses.

James Joyce
Resumiendo mucho, el argumento, tanto del cuento como de la película, es muy simple: Tres generaciones se reúnen para celebrar la Navidad, la fiesta de la Epifanía, en una casa de Dublín, en 1904. Las anfitrionas, Kate y Julia Morkan y su sobrina Marie Jane, invitan a los esposos Gretta y Gabriel Conroy, y a otros que, como en el teatro, no son más que comparsas: el bufón, Freddy Malins, el rapsoda Bartell D’Arcy, y todos los demás, que no vamos a detallar porque importan menos. Tres cuartas partes del cuento y la película tienen lugar en la fiesta, una celebración banal que es en realidad sólo la preparación de la secuencia final, cuando ya todos se han marchado y los esposos Conroy llegan al hotel donde pasarán la noche, antes de volver a casa y a su vida cotidiana.

En la tertulia, seleccionamos unas secuencias de la película y los correspondientes fragmentos del cuento, con el fin de comparar la diferente forma como se expresaba lo mismo en lenguaje visual y escrito. La primera secuencia, cuando una de las anfitrionas, la tía Julia, canta una canción. El cuento, simplemente nos dice:

Una salva de aplausos la escoltó hasta el piano y luego, cuando Mary Jane se sentó en la baqueta y la tía Julia, dejando de sonreír, dio media vuelta para mejor proyectar su voz hacia el salón, cesaron gradualmente. Gabriel reconoció el preludio. Era una vieja canción del repertorio de tía Julia: Ataviada para el casorio. Su voz, clara y sonora, atacó los gorgoritos que adornaban la tonada, y aunque cantó muy rápido no se comió ni una floritura. Oír la voz sin mirar la cara de la cantante era sentir y compartir la excitación de un vuelo rápido y seguro. Gabriel aplaudió ruidosamente junto con los demás cuando la canción acabó, y atronadores aplausos llegaron de la mesa invisible.John Huston se inspira en esa frase tan especial, tan extraña, del cuento, “oír la voz sin mirar la cara de la cantante era sentir y compartir la excitación de un vuelo rápido y seguro”, para inventarse una secuencia antológica: el lento travelling con el que nos lleva a visitar, en la parte reservada de la casa, la de las habitaciones, una galería de imágenes fijas, que, como un álbum fotográfico, nos muestra los pocos recuerdos en que se resume una vida sencilla y piadosa, y banal, como la de tía Julia. En este caso, concluimos, los tertulianos, las imágenes sí valen más que mil palabras.

Luego vimos otra secuencia de la película, pero ahora simultaneándola con la lectura de la parte correspondiente del cuento, aprovechando que las imágenes no tenían voz, sólo una música de fondo. Hubimos de adaptar el ritmo de la lectura al de las imágenes, lo que resultó en un recitado lento y solemne, del siguiente fragmento:

Gabriel no había salido a la puerta con los demás. Se quedó en la oscuridad del zaguán mirando hacia la escalera. Había una mujer parada en lo alto del primer descanso, en sombras. No podía verle la cara, pero sí retazos del vestido, color terracota y salmón, que en la oscuridad parecía blanco y negro. Era su mujer, apoyada en la baranda escuchando. A Gabriel le sorprendió su inmovilidad, y aguzó el oído. Pero no oía más que el ruido de las risas y la discusión del portal, y unos pocos acordes de piano y algunas notas de una canción cantada por un hombre. Se quedó quieto en el zaguán sombrío, tratando de captar la canción que cantaba aquella voz, y escudriñando a su mujer. Había misterio y gracia en su pose, como si ella fuera un símbolo de algo. Se preguntó de qué podía ser símbolo una mujer de pie en una escalera oyendo una melodía lejana. Si fuera pintor, la pintaría así. En el sombrero de fieltro azul destacaría el bronce de su pelo recortado contra la sombra, y sobre las partes oscuras de su traje pondría las más claras del relieve. “Lejana melodía”, llamaría el cuadro, si fuera pintor.

Si antes concluimos que valían más las imágenes, en este caso nos pareció que las palabras superan con creces a la imagen.

Una escena de la película de John Huston
En fin, como si nos viéramos en el juicio de Paris, que también se nombra en el cuento y en la película, al final nos enfrentamos a la difícil decisión de por qué nos decantaríamos. Y, aunque la intención primera, era ver la última secuencia primero en imágenes y luego leída, por decisión unánime vinimos a dar como vencedor al cuento, y nos deleitamos con la sola lectura, del fragmento que comienza así: “Todavía era oscuro…”, hasta el final.

Concluimos que tanto el cuento como la película son una suerte de epifanía. Los dos, un homenaje a un tiempo acabado y la celebración del tiempo por venir. Los vivos y los muertos. En Joyce, la celebración del final del Realismo y la apertura hacia otra forma de escribir; en Huston, el final de una vida dedicada a crear películas a partir del modelo literario, cuando el cine estaba derivando hacia el espectáculo puro que, hasta hoy, predomina en las salas de cine.

Hace poco, dos de nosotros hicimos una escapada a Tenerife, y vimos The artist, la película más laureada en la última edición de los Oscar. ¡Increíble!, una película muda, que, cuando directores de la categoría de Scorsese y Spielberg han cedido a la tentación del cine espectáculo del 3D, para sobrevivir, acaso sea una nueva vuelta de tuerca, que renunciando al espectáculo vuelve a los orígenes del cine, pero sin ser ya lo mismo. ¿Anuncia, esta película, una nueva era para el Séptimo Arte?

Jorge Plaja Rustein

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