miércoles, 5 de septiembre de 2012

Club de Lectura

En torno a "Un artista del hambre", de Franz Kafka

Permítanme un tópico, y empecemos por el final. Imaginemos a Franz Kafka en el sanatorio de Kierling, gravemente enfermo, pensativo. Le queda poco tiempo de vida, pero eso, evidentemente, no lo sabe, aunque debe sospecharlo. La tuberculosis le afecta a la garganta y le resulta difícil comer y beber. Ya no habla, utiliza hojas de papel para comunicarse con las dos personas que lo acompañan: su pareja Dora Diamant y su amigo Robert Klopstock. En estas circunstancias, Kafka se ve obligado a revisar las pruebas del cuento Un artista del hambre, ya que la editorial berlinesa Die Schmiede tiene la intención publicarlo junto a otros de sus textos. Según nos relata Klopstock, cuando Kafka termina las correcciones tiene el rostro bañando en lágrimas.
El texto al que nos referimos había sido escrito en 1922, el año de su conocida novela El castillo. En él nos cuenta la historia de un ayunador, un profesional del hambre, que es observado por el público a través de las rejas de una jaula. También lo custodian tres vigilantes, normalmente carniceros, encargados de evitar que rompa el ayuno. Esta vigilancia a la que está sometido el ayunador lo atormenta por creerla injusta hacia su arte. Sabiendo que está bajo sospecha, se afana por cantar durante la noche, cuando los vigilantes le prestan menos atención. Todo es inútil, ya que nadie admira su ayuno, sino su supuesta habilidad para cantar y comer al mismo tiempo.
Como si de una vanguardia artística se tratase, el momento del ayunador está llegando a su fin, y la ruptura entre él y su público será cada vez más evidente. Sin embargo, se mantendrá fiel a su vocación, a pesar de este distanciamiento. Por otra parte, resulta interesante un hecho, y es que el ayunador reúne en sí mismo tres aspectos diferentes: es artista, obra y espectador al mismo tiempo. “Nadie”, dice el texto “podría saber por propia experiencia si realmente había ayunado de un modo continuo y sin faltas; sólo el ayunador profesional podía saberlo, sólo él, por tanto, era al mismo tiempo el espectador más satisfecho de su ayuno”.  
La actividad del artista del hambre estaba marcada, en principio, por el empresario, quien establecía el tiempo máximo de ayuno: 40 días. A lo largo de todo el cuento, aparecen referencias que nos hacen pensar en una sacralización del arte, como los 40 días que pasó Jesucristo en el desierto, la consagración de la vida a una vocación, el rechazo a todo lo material, etc. Invariablemente, cuando el ayuno finaliza, el artista del hambre se lamenta al saber que podría ir más allá. Tendrá la oportunidad de demostrarlo cuando lo contrate un gran circo, pero ya será demasiado tarde. Su  jaula, colocada cerca de las cuadras, se convertirá prácticamente en un estorbo. Nadie contará los días que dure su ayuno, ni si siquiera él mismo. Será entonces, al final del cuento, cuando descubramos su pequeña trampa. A pesar de necesitar la admiración del público, sabe que su ayuno no le supone un sacrificio. “Me es forzoso ayunar”, confiesa a un inspector, “no puedo evitarlo (…) porque no pude encontrar una comida que me gustara. Si la hubiera encontrado, puedes creerlo, no habría hecho ningún cumplido y me habría hartado como tú y como todos”. Éstas serán las últimas palabras del ayunador, quien enterrado junto con la paja, será sustituido por una pantera, contrastando así su muerte con la vida y la fascinación que desprende el animal.
Kafka habría podido elegir cualquier actividad para indagar en la caducidad del arte, pero se decantó por una imagen concreta, un hombre encerrado en una jaula. Entre sus aforismos, hay uno que nos remite a esta idea, y es el siguiente: “una jaula salió en busca de un pájaro”. El aislamiento, la cárcel y la jaula son imágenes que rondaban siempre su mente, pues de alguna manera se sentía atrapado. Sin embargo, su prisión no era tal, sino una jaula con rejas alejadas entre sí. A través de ellas podía participar del mundo, e incluso escapar, pero algo más fuerte que él se lo impedía. De igual forma que Kafka, el artista del hambre no está aislado por los barrotes, sino por una cuestión más profunda, es decir, por la incomprensión mutua existente entre él y la vida.
Entre las leyendas que rodean la figura de Kafka hay una muy extendida, y es la que afirma que pretendía destruir su obra. Realmente esto no fue así, o por lo menos, no del todo. La imagen de Kafka debilitado por la enfermedad, corrigiendo un texto porque va a ser publicado, bastaría para cuestionar este aspecto. Sin embargo, es algo que también se refleja en sus escritos. Milan Kundera, en Los testamentos traicionados, recoge el siguiente fragmento de una carta encontrada por Max Brod en 1924, después de la muerte de su amigo:
“De todo lo que he escrito, son válidos únicamente los libros: La condena, El fogonero, La metamorfosis, La colonia penitenciaria, Un médico rural y un cuento: Un campeón del ayuno. Los pocos ejemplares de Contemplación pueden quedar, no quiero dar a nadie la molestia de destruirlos, pero no deben ser reimpresos”.
Lo que Kafka pretendía en realidad, era que destruyeran sus textos íntimos (es decir, las cartas y los diarios) y los cuentos y novelas que según su forma de ver, no había conseguido llevar a cabo. Para bien o para mal, debemos a Max Brod que esto no fuera así, y en parte, la idea que tenemos hoy de Kafka no es otra que la que él nos ha transmitido, y no la que el escritor esperaba. Por eso creo que es conveniente separar, aunque sea mentalmente, las obras de las que Kafka estaba satisfecho de las que no. En esta sentido, podemos leer Un artista del hambre con la tranquilidad de saber que fue uno de los pocos textos con los que él se idéntico plenamente.

Belén Lorenzo

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